Cuando se habla de "la violencia en Colombia" se corre el riesgo
de emplear una fórmula que muchas personas entienden de muy
diferentes modos.
Unos piensan en los horribles crímenes del
narcotráfico, con sus asesinos a sueldo o "sicarios", sus bombas...
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Cuando se habla de "la violencia en Colombia" se corre el riesgo
de emplear una fórmula que muchas personas entienden de muy
diferentes modos.
Unos piensan en los horribles crímenes del
narcotráfico, con sus asesinos a sueldo o "sicarios", sus bombas
y sus implacables atentados contra jueces, periodistas y políticos
honrados.
Otros piensan en los grupos paramilitares con las
espeluznantes masacres, mutilaciones y torturas de sus víctimas
que son casi siempre gente humilde del pueblo, trabajadores,
campesinos, estudiantes, sindicalistas.
Otros evocan las
emboscadas guerrilleras, los atentados contra oleoductos y
empresas extranjeras, los ajusticiamientos de "sapos" presuntos o
reales y, últimamente, las ejecuciones en masa de personas
desarmadas de diversa edad y condición.
Otros, en fin, traen a la
mente los secuestros, los robos, la delincuencia brutal de las
ciudades y los campos, en un país que ostenta las más altas cifras
de muertos por causas de violencia en
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