El pez globo
Evaristo Cañada era un tipo raro, de aquellos que ofreces la mano y al momento
descubres en el fondo de sus pupilas un trasfondo, en realidad trasfondo de otro
trasfondo, y así sucesivamente.
Evaristo Cañada era el hombre de los mil recovecos,...
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El pez globo
Evaristo Cañada era un tipo raro, de aquellos que ofreces la mano y al momento
descubres en el fondo de sus pupilas un trasfondo, en realidad trasfondo de otro
trasfondo, y así sucesivamente.
Evaristo Cañada era el hombre de los mil recovecos, el
enigma del enigma, el misterio oculto bajo una piedra que solo ofrece una de las dos
caras, como la luna, o una parte de su alma, como las recién casadas, qué sé yo lo que
ocultaba.
Nunca cesó de sorprenderme esta persona originaria del sur –decía él–,
habitante de un pueblo costero del golfo de León.
Cuando mi barco atracó allí me lo
encontré en el malecón con la caña puesta y un sombrero grande de paja tapándole la
frente y los ojos.
Como llevábamos varias semanas de navegación y la tripulación estaba
harta de medir las horas con el vaivén de las olas, había concedido dos días de descanso;
tan solo el cocinero y un farol rojo encendido en la proa quedaban en la cubierta.
Por aquellas fechas estaba muy interesado, «absorbido
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