Los Advertidos
El amanecer se llenó de canoas.
Al inmenso remanso, nacido de la invisible
confluencia del Río venido de arriba -cuyas fluentes se desconocían- y del Río
de la Mano Derecha, las embarcaciones llegaban, raudas, deseosas de entrar
vistosamente...
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Los Advertidos
El amanecer se llenó de canoas.
Al inmenso remanso, nacido de la invisible
confluencia del Río venido de arriba -cuyas fluentes se desconocían- y del Río
de la Mano Derecha, las embarcaciones llegaban, raudas, deseosas de entrar
vistosamente en esbeltez de eslora, para detenerse, a palancazas de los
remeros, donde otras, ya detenidas, se enracimaban, se unían borda con
borda, abundosas de gente que saltaba de proas a popas para presumir de
graciosas, largando chistes, haciendo muecas, a donde no los llamaban.
Ahí
estaban los de las tribus enemigas -secularmente enemigas por raptos de
mujeres y hurtos de comida-, sin ánimo de pelear, olvidadas de pendencias,
mirándose con sonrisas fofas, aunque sin llegar a entablar diálogo.
Ahí estaban
los de Wapishan y los de Shirishan, que otrora -acaso dos, tres, cuatro siglos
antes- se habían acuchillado las jaurías, mutuamente, librándose combates a
muerte, tan feroces que, a veces, no había quedado quien pudiera contarlos.
Pero
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