A estas alturas es difícil decir nada nuevo sobre ese genuino fantasma contemporáneo que es la globalización.
La palabra correspondiente –no lo olvidemos– lo
inunda hoy casi todo, con significados cada vez más diversos y enormes problemas para aquilatar...
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A estas alturas es difícil decir nada nuevo sobre ese genuino fantasma contemporáneo que es la globalización.
La palabra correspondiente –no lo olvidemos– lo
inunda hoy casi todo, con significados cada vez más diversos y enormes problemas para aquilatar qué es lo que el término significa en labios de unos y de otros.
En tales condiciones, y para empezar, tiene su sentido –es, casi, una obligación–
escarbar en las razones que, mal que bien, explican la formidable entronización
mediática del vocablo que ahora nos interesa.
La idea principal que hay que adelantar al respecto es la que afirma que la
entronización mencionada en modo alguno ha sido neutra e improvisada.
Ha
obedecido expresamente, antes bien, a las necesidades de legitimación del
nuevo orden internacional que propuso, a principios del decenio de 1990, el
entonces presidente norteamericano, Bush padre.
El objetivo de la operación
era –parece– cristalino: alejar de nuestro lenguaje un par de palabras que hasta
entonces, y
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