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Gabriel García Márquez
Para Mercedes, por supuesto.
Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los
amores contrariados.
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E
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s d
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el
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a
Gabriel García Márquez
Para Mercedes, por supuesto.
Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los
amores contrariados.
El doctor Juvenal Urbino lo percibió desde que entró en la casa todavía en penumbras,
adonde había acudido de urgencia a ocuparse de un caso que para él había dejado de ser
urgente desde hacía muchos años.
El refugiado antillano Jeremiah de Saint Amour,
inválido de guerra, fotógrafo de niños y su adversario de ajedrez más compasivo, se
había puesto a salvo de los tormentos de la memoria con un sahumerio de cianuro de
oro.
Encontró el cadáver cubierto con una manta en el catre de campaña donde había dormido
siempre, cerca de un taburete con la cubeta que había servido para vaporizar el veneno.
En el suelo, amarrado de la pata del catre, estaba el cuerpo tendido de un gran danés
negro de pecho nevado, y junto a él estaban las muletas.
El
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