La vulgarización del pensamiento político y de su historia en el siglo XX ha acabado por imponer en amplios círculos, incluidos los académicos, la idea de que
la democracia es un fenómeno básicamente moderno.
Suele discurrir esa idea con
dos andaderas,...
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La vulgarización del pensamiento político y de su historia en el siglo XX ha acabado por imponer en amplios círculos, incluidos los académicos, la idea de que
la democracia es un fenómeno básicamente moderno.
Suele discurrir esa idea con
dos andaderas, a cual más irrecibible históricamente.
La primera es que habría algo así como una libertad de los antiguos (ociosos
enamorados de la virtud, devotos de la vida pública y abnegados sacrificadores
de sus negocios privados), más o menos rígidamente opuesta, en la versión consagrada de ese contraste que dio el termidoriano Benjamin Constant a comienzos
del XIX, a una libertad de los modernos (gentes más ocupadas en resolver sus
asuntos privados que preocupadas por los avatares de la vida política pública).
La segunda es que las democracias del Mediterráneo antiguo, y señaladamente la ática, no habrían sido democracias en ningún sentido modernamente recuperable de la palabra, habida cuenta de que se trataba de regímenes político
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